Confiar en Dios
Confiar en Dios
«En tus manos encomiendo mi espíritu; tú me has redimido, oh SEÑOR, Dios de verdad». Salmo 31:5 (LBLA)
Muchos hombres santos han citado estas palabras en la hora de su muerte, y nosotros podemos meditar provechosamente en ellas hoy.
El objeto de los afanes del hombre fiel, tanto en la vida como en la muerte, no es el cuerpo ni son los bienes, sino el espíritu. Como el espíritu es su precioso tesoro, si este está seguro, todo le va bien.
¿Qué son esos bienes humanos comparados con el alma?
El creyente encomienda su alma en las manos de su Dios. Esa alma la recibió de Dios y, por tanto, a él le pertenece; él la ha sustentado desde hace tiempo y la puede cuidar ahora: es, pues, muy propio que Dios la reciba.
Todas las cosas están a salvo en las manos del Señor. Lo que le confiamos a él estará seguro, tanto ahora como en aquel Día hacia el cual marchamos apresuradamente.
Confiar en la protección del Cielo significa una vida en paz y una muerte gloriosa. En todo momento debemos encomendar nuestro ser entero en las fieles manos de Jesús; entonces, aunque nuestra vida penda de un hilo y nuestras adversidades se multipliquen como la arena del mar, nuestras almas vivirán confiadas y se deleitarán en sosegados lugares de reposo.
«Tú me has redimido, oh Señor, Dios de verdad».
La redención es una sólida base de confianza. David no había conocido el Calvario como lo conocemos nosotros; pero la redención temporal lo alentaba. ¿Y no nos alentará a nosotros una redención eterna?
Las liberaciones que hemos experimentado en el pasado constituyen un motivo extraordinario para esperar ayuda en el presente. Lo que el Señor ha hecho lo hará otra vez, pues él no cambia. Él es fiel a sus promesas y bondadoso para con sus santos. Él no se apartará de su pueblo.
No habré de temer ni desconfiar en los brazos de mi Salvador; en él puedo yo bien seguro estar de los lazos del vil tentador.
«En tus manos encomiendo mi espíritu; tú me has redimido, oh SEÑOR, Dios de verdad». Salmo 31:5 (LBLA)
Muchos hombres santos han citado estas palabras en la hora de su muerte, y nosotros podemos meditar provechosamente en ellas hoy.
El objeto de los afanes del hombre fiel, tanto en la vida como en la muerte, no es el cuerpo ni son los bienes, sino el espíritu. Como el espíritu es su precioso tesoro, si este está seguro, todo le va bien.
¿Qué son esos bienes humanos comparados con el alma?
El creyente encomienda su alma en las manos de su Dios. Esa alma la recibió de Dios y, por tanto, a él le pertenece; él la ha sustentado desde hace tiempo y la puede cuidar ahora: es, pues, muy propio que Dios la reciba.
Todas las cosas están a salvo en las manos del Señor. Lo que le confiamos a él estará seguro, tanto ahora como en aquel Día hacia el cual marchamos apresuradamente.
Confiar en la protección del Cielo significa una vida en paz y una muerte gloriosa. En todo momento debemos encomendar nuestro ser entero en las fieles manos de Jesús; entonces, aunque nuestra vida penda de un hilo y nuestras adversidades se multipliquen como la arena del mar, nuestras almas vivirán confiadas y se deleitarán en sosegados lugares de reposo.
«Tú me has redimido, oh Señor, Dios de verdad».
La redención es una sólida base de confianza. David no había conocido el Calvario como lo conocemos nosotros; pero la redención temporal lo alentaba. ¿Y no nos alentará a nosotros una redención eterna?
Las liberaciones que hemos experimentado en el pasado constituyen un motivo extraordinario para esperar ayuda en el presente. Lo que el Señor ha hecho lo hará otra vez, pues él no cambia. Él es fiel a sus promesas y bondadoso para con sus santos. Él no se apartará de su pueblo.
No habré de temer ni desconfiar en los brazos de mi Salvador; en él puedo yo bien seguro estar de los lazos del vil tentador.
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